Llegando a Podemos

No sé qué nos llamaron primero. Cuando llegué a Londres había muchos y diferentes grupos de lo que alguna gente formal llegó a llamar la ‘izquierda extraparlamentaria’. Cada uno con su nombre, el grupo mandaba y los medios miraban, y parte de la sociedad a través de ellos. A ellos nosotros los llamábamos “medios de masas convencionales” (ahora los llamamos corporativos cuando guardamos las formas).

En el Reino Unido en aquella época la prensa se dividía en “tabloid” (que se puede traducir como tabloide pero WordReference también ofrece traducciones como prensa amarilla, sensacionalista, chabacana) y “broadsheet” (traducible como periódico de tamaño grande o prensa seria). Me contaron que los periodistas, en los primeros, no podían usar un vocabulario de más de unas mil palabras y estas tenían que ser comunes. Los segundos se dirigían a un público un poco más culto y podían usar más palabras y más cultas. Los primeros nos llamaron anarquistas. Los segundos nos llamaron anticapitalistas. El término que se estableció finalmente fue el de antiglobalización. El consenso global ya había quedado en que la globalización es buena, y como había que vilipendiar a toda esta panda de manifestantes que tanto éxito estaban teniendo, se la consideró buena palabra para denigrar a quienes estábamos denunciando las obscenas diferencias entre ricos y pobres.

Desde la perspectiva del mundo rico, en 1999 ocurrieron dos acontecimientos que pusieron estas diferencias obscenas en la ‘agenda global’: 18 de junio en Londres y 29 de noviembre en Seattle. En cada una de estas ocasiones, miles de manifestantes que creían en el fin de la pobreza pararon, en una toda actividad económica por un día, en la otra toda una conferencia de la Organización Mundial del Comercio.

Ya en estas ocasiones ocurrieron detenciones de inocentes y otras aberraciones como gases lacrimógenos aplicados directamente a los ojos de manifestantes sentados … pero el sentimiento prevalente fue de victoria.

El “circo viajante” como lo llamó el Primer Ministro Británico de entonces, siguió viajando, con menos éxito y más represión y brutalidad. En 2000, 1 de mayo en Londres y 16 de septiembre en Praga.

Y en 2001 ocurrió Génova, donde un manifestante fue tiroteado y demasiados fueron torturados en la escuela donde dormían. Había habido represión ya en las anteriores pero en estas casi era lo único de lo que se hablaba al acabar. Hasta entonces, las experiencias parecían habernos enseñado que todo era posible. Que la unión de las masas luchando por algo justo podría conseguirlo. Que una paz justa podría conseguirse globalmente, con la ayuda de las movilizaciones en el mundo rico.

Pero la brutalidad de Génova acabó con esta ilusión. En las balas, los gases, las porras y los cuerpos rotos y ensangrentados se nos mostró y demostró el salvajismo del que es capaz el poder cuando se ve amenazado.

Algunos dicen que cuando se sufren este tipo de represalias es buena señal de que las cosas se están haciendo bien. Pero nadie quiere que su piel quede pegada a su saco de dormir mientras se la arrancan tras la paliza, ni que le perforen un pulmón.

Y luego vinieron los atentados de las torres y etc., y la atención mediática nos perdió de vista, como si nos hubiéramos ido a casa. Para algunos irse a casa significó formar comunidades donde llevar a cabo en el día a día los ideales de fraternidad que se habían practicado en los pocos días que duraron las glorias de las manifestaciones y sus preparativos (y eso dará para todo un nuevo artículo). De vuelta a casa, simplemente cambiaron los proyectos, más acciones, más locales. En Inglaterra los conocimientos ganados en todas estas experiencias se compartieron con la nueva generación que llegó después.

Los campamentos contra el cambio climático primero fueron rurales, y luego se hicieron cada vez más urbanos, hasta ser, al menos en suelo inglés, precursores de las acampadas (occupy movement) en las plazas donde se hablaba del 99% frente al 1%, de la indignación y de la democracia real. En otras palabras: Wall Street en Nueva York, St. Paul en Londres, M15 en Madrid.

En estos dos países, el siguiente paso fue ‘irrumpir en las instituciones’. En Inglaterra mucha gente que había estado en este movimiento anti sistema (porque si un sistema trata con brutalidad a los sectores más vulnerables no cabe sino posicionarse contra él) se apuntó al partido laborista, ‘Labour Party’. En España se fundó un nuevo partido que, como dirían en Inglaterra, “capturó la imaginación” de la ciudadanía, y dijo que quería ‘asaltar los cielos’, aunque con eso lo único a lo que se referían era a conseguir el poder político que en demasiadas experiencias históricas se ha demostrado que tampoco es para tanto – si no las terminó un golpe de estado, fue toda una guerra…

El caso es que la política de partidos era el siguiente paso lógico para quienes habíamos pasado por protestas, acampadas y okupaciones. Después de luchas locales, en proyectos que llegaban hasta donde llegaban, algunos nos dimos cuenta de que estábamos luchando entre otras cosas contra el poder político, además de por el cambio, y quizás, (seguramente) seria más eficaz luchar ‘por el cambio’ ‘desde’ el poder político. Trabajar con las comunidades locales es muy bonito, enriquecedor y a veces efectivo, pero la efectividad se acaba cuando el local desde el que se realiza la actividad es desalojado.

Por eso hemos acabado en esa facción del Labour Party en Gran Bretaña, o en Podemos en España. Para seguir intentando cambiar las cosas, esta vez, desde una posición un poquito menos vulnerable que como meros okupas.

Podemos capturó la imaginación del pueblo votante; por fin alguien hablaba de las injusticias sociales que tanta gente estaba y está sintiendo en sus carnes, por fin alguien hablando de soluciones que parecían tan sencillas como realizables, como que los bancos, los grandes políticos y en general los ricos dejaran de robar.

A lo que Wall Street llamó el uno por ciento, Podemos lo llamó Casta, a la que al parecer pertenecía entonces toda la membresía del Congreso, hasta que entró Podemos y puso color y rastas en el congreso. La casta eran todos los demás; nosotros no somos casta y para demostrarlo despreciamos corbatas y chaquetas y nuestro líder hasta preferiría gobernar España desde su pisito de Vallecas a tener que mudarse a un palacio aunque fuese Moncloa.

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